Creo que he muerto y ya navego en el fondo del océano.
Antes de desvanecerme en el abismo para siempre, me atormenta el olor nauseabundo de las ratas, el paisaje de árboles muertos en la oscuridad y aquella mirada. Morir será sólo el principio de mi infierno. Me pregunto por qué no hice caso a la vieja del lago.
─No deberías cruzar al otro lado, ¿sabes qué nadie respira en ese lugar?
El hogar de mis antepasados se ocultaba bajo un manto de oscuridad. La herencia de un abuelo que nunca conocí era lo único que prolongaría mi fracaso. No crucé la gran verja de entrada porque ya no existía. Arrastré mis pies por el barro mientras me perseguía el rostro de los leones desfigurados. Mi madre me habló del jardín de la casa y de las fiestas de sociedad que allí se celebraron. Todo terminó el día que instalaron el columpio en el patio.
Detrás del cobertizo seguí con la cabeza el balanceo incesante de las cadenas. Miré a los lados y no vi a nadie. Nada. Me acerqué ahogado entre la curiosidad y el horror. Agarré con firmeza la rueda que servía de asiento y por unos segundos el balanceo del columpio se detuvo. Pero después sentí que alguien retiraba mis manos del hierro oxidado. Regresó el mismo latido, pero ahora más fuerte, con rabia y siempre constante.
Allí murió. El murmullo del viento se desnudó lentamente para convertirse en un grito que surgía de las sombras. No entendí los pequeños pasos que me rodearon y quien arañaba mi espalda. Corrí a refugiarme en el cobertizo y cerré el pestillo. Entonces lo vi.
En la oscuridad vislumbré sus pequeños manos jugar con la tierra. Era todavía un niño de seis años cuando murió.
─No tardaré mamá─
Nadie supo explicar por qué la rama del viejo roble cedió. Ha sido una desgraciado accidente. Ha muerto en extrañas circunstancias.
No conseguí moverme. El cuerpo del niño se descompuso en cientos de mariposas negras que arañaron mi pecho. Luché contra la oscuridad. Mi corazón se detuvo.
En ese lugar nadie respira.