004 Las hermanas sin rostro

Elisa solía regresar a media noche a la habitación, después de pasear por la oscuridad del internado. Nunca quise acompañarla. Las he visto muy cerca de aquí y casi me descubrén, me decía.

Compartíamos la celda del final del pasillo, en el ala este, la zona más antigua del colegio. Nadie quería dormir en aquel lugar. Pero a mí me gustaba porque era un espacio amplio y nadie me molestaría para estudiar.  A Elisa le gustaba,  en cambio, porque desde allí podía asomarse por la ventana y ver el cementerio.

—Mira Cristina, allí viven las hermanas sin rostro.—me decía mientras dibujaba con carboncillo aquel paisaje de sombras cipreses en un caos de cruces abandonadas.

—¿Te asusta el cementerio?—me preguntaba siempre.

Nunca entendí el por qué de aquella  pregunta. A mí me encantaba mirar por la otra ventana y ver a los chicos jugar a fútbol al otro lado. Imaginaba sus nombres y creo que alguno de ellos me miraba.

«Nunca lo conocerás», me decía Elisa mientras buscaba desde la otra ventana el rastro de  las hermanas sin rostro.

—Sabes, ayer vi una de ellas y creo que me vio.

—¿Cómo te puede ver si no tiene rostro?

Aquella noche soñé con una alfombra mágica que me llevaba lejos de allí. Pero luego aparecieron las hermanas sin rostro y me arrastraban al fondo de una tumba sin cruces.

Cuando desperté Elisa no estaba en la habitación, ni tampoco sus apuntes de matemáticas. Lo único que quedaba era su último dibujo sobre el escritorio.

Corrí por los pasillos desiertos de la escuela a pesar de saber que sería severamente castigada. Aquella era una de las normas más estrictas del centro. No corred en los pasillos.

Pregunté por mi amiga, supliqué que quería verla. Nadie respondió. Aquellos silencios me dolieron más que la bofetada de la hermana Claret.

Me llevaron al despacho de la directora.  La sala estaba apenas iluminada por la luz de una vela sobre la mesa.

—¿Dónde está Elisa?—pregunté entre lágrimas.

La directora cerró la puerta de  su despacho con llave. A penas vislumbraba su silueta.

—Elisa murió hace un año. ¡Supéralo de una vez niña!

Lloré.

—¿Y este dibujo?

Me quitó el papel y lo observó a la luz de la vela. Después encendió la chimenea.  No respondió y tiró el papel al fuego.

Ella está muerta.

Entonces pude ver horrorizada que aquella mujer no tenía rostro. 

 

 

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